El turismo y la experiencia, hoy parecen haberse fusionado para siempre.

Un viaje rutinario, engulle nuestro espíritu aventurero, sumergiéndonos en un torrente de amnesia que nos hace funcionar con el piloto automático, en un ir y venir, sin traer ni llevar nada más que una caja de chocolates Duty Free.

Un viaje slow, suele cocinarse a fuego lento, impregnando de aromas, colores, sonidos y anécdotas nuestra memoria…y a veces, llenando un espacio en nuestro pecho, entre las costillas, los pulmones, el corazón y la traquea…

Desenredar un nudo en la garganta, apagar la sensación de angustia, dejar brotar la libertad o simplemente dejarse llevar por un impulso, es lo que nos lleva a coger un avión sin rumbo fijo.

Parece cierto que en nuestro propio universo, siempre habrá una respuesta esperando por nosotros allí fuera y aquí dentro.

Que me trae cada mañana, a la misma hora a este mágico restaurante?

Al mediodía, el sol se deja asomar fielmente entre las calles zigzagueantes, para entrar sigiloso por el ventanal del fondo de la barra de roble pulido y caer justo en un rincón perpetuo, cuyo único dueño es un enorme y gordo gato amarillo, que cada mañana y a la misma hora, paraliza el minutero del reloj, sin importarle si perderé mi vuelo.

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